La vuelta al mundo

viernes, junio 24, 2005

La resurrección de Phuket


El 26 de diciembre, el apocalipsis se tragó centenares de miles de vidas en el sureste asiático. Menos de tres meses después, la costa de Tailandia, uno de los países afectados por el tsunami, vuelve a la vida. Los turistas han regresado a las playas, sobre todo a las de Phuket y Krabi, y también a las pequeñas islas cercanas, paraísos idílicos para pequeñas excursiones de un día.

Un autobús con el primer grupo de turistas después del infierno recorría esta semana Thawiwong Road, frente al mar de Andaman, en Phuket, con veinte pares de ojos pegados a las ventanillas. A la izquierda, Patong Beach tenía el aspecto de la arena prometida en las agencias de viajes. Una fotografía de la felicidad: sol, playa hasta que alcanzaba la vista, palmeras, motos de agua cabalgando sobre el atardecer, submarinistas. A la derecha, como una bofetada, las huellas del desastre: decenas de edificios arrasados por las olas, la mayoría de ellos en fase de reconstrucción. «Phuket ya está levantando la cabeza», nos dirían después en la calle, con esa sonrisa que nunca desaparece de la boca de los tailandeses, típico gesto de cordialidad, como si nada hubiera pasado.

Pero pasó. La tierra se agitó con una violencia salvaje y la gran ola que siguió a continuación segó sólo en Tailandia 8.360 vidas, entre muertos y desaparecidos. Fue el 26 de diciembre, hace menos de tres meses, apenas un suspiro, una tregua para llorar a los muertos y volver a empezar; para limpiar las playas, levantar nuevos edificios, restaurar los hoteles y, sobre todo, para convencer al mundo de que los turistas, la primera fuente de ingresos en Phuket, pueden volver a poner la sombrilla en la arena.

Muchos ya han regresado. La noche de Patong Beach, trufada de extranjeros en busca de cerveza y algo más, empieza a parecerse a lo que fue: un lugar en el que es difícil cerrar los ojos. Patong es la playa más conocida de Phuket, que, a su vez, es el centro turístico de sol y playa más popular en Tailandia. «Hay dos cosas inmediatas que hacer -dice Jatupat, o Sara, guía turística con dieciséis años de experiencia-. La primera, recuperar Patong, el sitio de la noche. La segunda, Phi Phi», conjunto de islas paradisíacas al que viajaban los turistas cada mañana atraídos por la promesa de arenas finas, escenario de «The Beach», la película de Leonardo Di Caprio.

La segunda misión aún está lejos de ser una realidad. La gobernadora tailandesa de turismo, Juthamas Seriwan, opina que allí se logrará la normalidad en dieciocho meses. La primera parte de los deseos de Sara, en cambio, está al alcance de la mano. En Patong Beach murieron unas 270 personas, pero la vida ya ha vuelto a recuperar su pulso, sobre todo para los turistas. Iván, australiano, enganchado a una cerveza en Bangla Road, asegura que es la tercera vez que está en Phuket. «He vuelto tras el tsunami en cuanto he tenido ocasión. Mis amigos recaudaron dinero para participar en la construcción de un orfanato».

Turismo solidario. Los turistas solidarios han sido de los primeros en regresar, en parte siguiendo un mensaje que repite estos días la gobernadora Juthamas Seriwan: «La mejor forma de ayudar es venir. Si no, se juntarían dos tragedias: el tsunami y el hundimiento económico de la región». Nicolás Serra, en realidad, no llegó a irse. El 26 de diciembre estaba de vacaciones en la isla de Kao Tao, a unos 500 kilómetros de Phuket. Y lo que vio, más la desaparición de un vecino en Ibiza, Manuel Vila, le decidió a entregar a la causa de la ayuda el resto de sus vacaciones y luego, cuando se acabaron, medio año más, hasta junio, cuando termine su proyecto de reconstrucción de las casas y la forma de vida de una pequeña comunidad de cinco familias tai. El trabajo ha sido agotador, hasta reunir los 80.000 euros necesarios para que en Yanui Beach todo vuelva a ser como era.

Hay, por supuesto, otras iniciativas, como la de Responsible Ecological Social Tours (Res) [www.ecotour.in.th], un grupo que gestiona el alojamiento de turistas en casas de los tailandeses, para acercarse a su cultura y a sus costumbres, una forma de contribuir al desarrollo de cinco comunidades: Chiang Mai, Mae Hong Son, Nakhon Si Thammarat, Samut Sakhon y Phang Nga.

Tiempo de tregua. Dice John Kester, analista de la Organización Mundial de Turismo, que todas las tragedias necesitan un periodo de recuperación que oscila entre seis y dieciocho meses. «Algunas veces el destino se hunde y desaparece de la oferta, pero en este caso no ha ocurrido. Los touroperadores tienen confianza en la zona, lo que es un buen signo. Este verano ya se notará una recuperación, y en la próxima temporada alta, en octubre, la situación pude estar casi normalizada».

De enero a septiembre de 2004 visitaron Tailandia 36.904 españoles, un 67 por ciento más que en 2003. Y el próximo 17 de julio, Thai Airways inaugurará un vuelo directo Madrid-Bangkok, lo que sin duda hará engordar esa estadística. Durante un cóctel en el hotel Península de Bangkok, Agkarajit Panomwon na Ayulyhaya, director general de Thai para España y Portugal, asegura que en 2005 esperan conseguir un 40 por ciento más de viajeros. La mayoría de ellos seguirá un itinerario clásico: una semana en busca de la naturaleza y el exotismo del norte, y unos días al final en las playas de la gran isla de Phuket, en la que viven más de 300.000 personas, la inmensa mayoría ligada directa o indirectamente al turismo.

Para todos ellos es imprescindible el regreso a la vida de «antes de», cuando Jatupat (Sara) y Tipsuda (Olga), guías, apenas dormían cuatro horas al día, siempre con un grupo recién llegado en el aeropuerto en busca de la caricia de sol, de las aguas transparentes del mar de Andaman; cuando Dodo tenía ocupadas sus motos de agua desde primera hora de la mañana hasta el atardecer, o cuando Wiyada vendía sus joyas en «Gems World», una de las decenas de tiendas arrasadas que ahora se reconstruyen a buen ritmo, con la fe puesta en el futuro. «En dos meses abrimos», afirma, mientras vigila de cerca el trabajo de los albañiles.

Las autoridades tailandesas han movido cielo y tierra para que la «resurrección» sea un hecho. Esta semana, sin ir más lejos, han visitado la zona turística unos ochocientos agentes de viajes, periodistas y observadores de las cuatro esquinas del mundo, un despliegue pocas veces visto. Ha sido algo así como la guinda tras muchas semanas de esfuerzos imaginables y de un amplísimo paquete de medidas: el Gobierno ha creado nueve subcomités para gestionar la ayuda y recuperación de afectados y sus propiedades; se han ofrecido créditos blandos y medidas fiscales para facilitar la recuperación de los negocios afectados y se han puesto sobre la mesa cientos de millones de baths destinados a proyectos en Patong, Kamala Beach, Khao Lak y Phi Phi Island.

Desde Phuket, donde el 90 por ciento de los hoteles ya funciona a pleno rendimiento [información actualizada sobre su estado: www.sawadee.com/tsunami/hotels.htm], zarpan cada mañana decenas de embarcaciones que llevan a los turistas a las pequeñas islas cercanas, estampas para soñar en multitud de anuncios y películas. Un día de isla en isla confirma que, en muchos casos, como en el parque nacional de Phang-Nga o en las playas cercanas a Krabi, regresan los turistas, las risas, el tempo lento bajo un sol que nunca pierde su brillo.

En cualquier conversación afloran anécdotas sobre lo que ocurrió, sobre los amigos perdidos, sobre el delgado hilo que separa la vida de la muerte. En el Sheraton Krabi Beach dicen que se salvaron por la red de canales que serpentea entre los edificios: el agua entró por esas vías y perdió fuerza, calmó su furia. Esta semana tenían el 20 por ciento de sus habitaciones ocupadas, lejos del 80 por ciento habitual en otros años. Desde su embarcadero, Robert y su familia, suecos, salen a primera hora hacia Poda, Tup o Chicken Island, islotes de postal en perfecto estado. «Contratamos el viaje en octubre, y no quisimos anularlo. Los desastres naturales nunca se sabe cuándo van a ocurrir».

Ofertas en los hoteles. Un poco más lejos, en Phi Phi Island, o en Khao Lak, también han vuelto los turistas, sobre todo en el primer caso, aunque el paisaje sea a menudo desolador. Los hoteles e instalaciones de ambas zonas muestran los restos del apocalipsis. Muchos de los establecimientos abiertos han bajado las tarifas [información: www.phuket.com/hotels/index.html], aunque los expertos no creen que eso se traduzca en ofertas llamativas en el mercado español. Antonio Peregrín, de Nobel Tours, lo explica: «El grueso de un paquete turístico es el transporte, y eso no va a bajar porque Thai tiene los aviones llenos [el vuelo Bangkok-Phuket, un Jumbo de 400 plazas, iba abarrotado esta semana]. Las ofertas de los hoteles apenas pueden significar que en un paquete de diez días el cliente pague alrededor de cien euros menos».

La resurrección del turismo en el mar de Andaman está en marcha, a pesar de las dificultades, a pesar de que ha pasado tan poco tiempo. Esta tarde, de repente, el cielo se cubre y comienza a diluviar sobre Phuket. Hacía meses que no ocurría. Los tuc tuc, una especie de motocarro-taxi tan frágil como exótico, se detienen enmedio de los grandes charcos, con el motor ahogado, mientras la lluvia limpia la ciudad, rebaja el calor. Cuando vuelve el sol, se dibuja una metáfora perfecta de un nuevo comienzo, de la vida que siempre se abre camino.

Brujas: la fiesta del cuerpo


Brujas ha organizado un verano a flor de piel: un centenar de propuestas culturales inspiradas en el cuerpo humano. El programa combina exposiciones de clásicos de la pintura flamenca (Memling) con videoinstalaciones realizadas hace un suspiro, teatro con música en la calle, fotografía con menús especiales. Hemos recorrido la ciudad. Este es el resultado

La «bella durmiente» se ha despertado con un sueño carnal. Brujas, la apacible ciudad de los canales en la que nunca pasa nada, se ha vuelto a pellizcar en la mejilla para mostrar esa vocación de fiesta que algunos dicen que le falta. Ya lo había hecho en 2002, cuando fue, junto con Salamanca, la Capital Europea de la Cultura. Ahora, aquel espíritu de creatividad regresa con un macrofestival bautizado como «Corpus», un verano de expresiones artísticas para reflexionar en torno a nuestra «percha». Realidad carnal.

Veerle Mans, coordinadora del proyecto, abre sus brazos en una de las calles de la ciudad, a tiro de piedra del Museo Groeninge: «Hemos puesto el cuerpo de Brujas a disposición del cuerpo humano», explica. Y no exagera: en cada espacio cultural hay una exposición, un guiño, un espectáculo; en cada comercio, las pegatinas de «Corpus 2005» recuerdan que la apuesta es firme; y lo mismo en los hoteles, en los restaurantes, y de nuevo en la voz de Veerle Mans: «El cuerpo siempre ha sido una fuente de inspiración para todas las disciplinas artísticas».

En el Muelle de los Rosarios, un cruce de canales donde los turistas gastan media memoria de la cámara digital, el sol hoy parece español. Ilumina las tradicionales casas de ladrillo rojo, o la fachada gótica del Ayuntamiento, en la plaza Burg, durante un paseo lento que nos conduce a la exposición-bandera del festival: «Memling y el retrato», organizada en colaboración con la Frick Collection de Nueva York y el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. La sensibilidad perfeccionista de este maestro de los primitivos flamcos (1433-1494) sobrevuela una excelente colección de dos docenas de retratos, expuestos sobre un fondo negro que subraya el tono religioso de la selección, la belleza de las transparencias, el juego de luces y sombras, la piel...

Memling abre el fuego. La cita con Memling, inaugurada la semana pasada, encabeza una lista de más de cien propuestas que salpicarán todo el verano, hasta el 11 de septiembre. Turismo más cultura en el «teatro» de Brujas, una ciudad que conoció su máximo esplendor cuando fue puerto frecuentadísimo, un ir y venir de comercio y dinero. El agua del mar llegaba entonces hasta la Plaza del Mercado, el mismo lugar en el que hoy paran los coches de caballos para recoger a turistas armados de mapa y cámara, los pies cansados, la frente sudorosa por el inesperado calor.

En el siglo XIV aquí vivían cuarenta y cinco mil personas. Desde mediados del XVI hasta finales del XVII, Brujas quedó bajo dominio español. Pasó el tiempo, y la tierra fue ganando terreno al mar, que se alejó dos decenas de kilómetros, lo que detuvo la actividad, un barniz de calma que alguna vez se ha considerado excesiva. «Brugges la Morte», escribió Georges Rodembach.

Hay mucha piel y muchas interpretaciones sobre esta inagotable fuente de inspiración. Una de ellas es la de Greta Buysse [www.gretabuysse.be], fotógrafa belga nacida en 1942, una especialista en la combinación de desnudos femeninos con elementos arquitectónicos, casi siempre en blanco y negro. Una buena muestra de su trabajo la descubrimos en una exposición en el entorno del viejo pero magnífico hospital Saint-Jean. «Eternity» enseña mucho y sugiere más, quizá porque, como decía Víctor Hugo, «el cuerpo humano no es más que apariencia, y esconde nuestra realidad».

Greta se desplaza casi cada día al escenario en el que luce su trabajo, en busca de la reacción del público a sus disparos de fascinación. Apenas tarda unos minutos desde su casa al hospital Saint-Jean, buen ejemplo de la comodidad con la que el forastero se maneja en Brujas. Dice un turista que esta ciudad encaja tan deprisa en el cuerpo de los visitantes como unas pantuflas en los pies: todo está cerca, casi cualquier esquina invita a sentarse y mirar, a tomar una cerveza tostada, a echar una ojeada a la Capilla de la Santa Sangre o a la Atalaya, una torre ligeramente inclinada, construida en el siglo XIII, que preside la Plaza del Mercado. Trescientos sesenta y seis peldaños separan el suelo del cielo, para quien busque una imagen con perspectiva de la ciudad.

En la Atalaya se ha instalado otra de las exposiciones de Corpus 2005, «La piel y el placer», una incursión aparatosamente visual en el mundo de las videoinstalaciones. En dos salas se reparten imágenes, proyecciones, fotos o sugerencias construidas con trabajos de Pipilotti Rist, Man Ray, Charles Sandison o Yves Netzhammer. Un bosque de palabras blancas sobre un entorno negro, ideas que bailotean en la ropa de los visitantes, o un cuerpo digital que se construye y deconstruye, que se torna un charco de sangre, que nos muestra su epidermis, sus miedos. Modernidad que a veces deja frío, y otras engancha, te deja sentado ante el revoloteo de bits.

A la salida esperan los turistas japoneses, decenas de tiendas de chocolate (también un museo dulce), alguna que otra dedicada a Tintin, y, por supuesto, los canales, que se pueden admirar en un recorrido bucólico-romántico de unos treinta minutos.

La Oficina de Turismo de Brujas ha preparado para estos meses un paseo a tono con el «verano Corpus», bautizado como «Cinco sentidos». La idea tiene un punto de invento, para acomodarse al espíritu del festival cultural, pero a cambio nos permite situarnos en estas calles, trazarnos un mapa mental para luego zascandilear por nuestra cuenta. Permite también descubrir algún «secreto». En la iglesia de Nuestra Señora, por ejemplo, se aloja una de las pocas estatuas de Miguel Ángel que están fuera de Italia, «La mujer y el niño», realizada entre 1504 y 1505.

Creatividad radical. La perfección clásica del artista total sirve como contrapunto a la creatividad radical de otras propuestas. «Hemos querido que el arte contemporáneo tenga un lugar importante -señala Veerle Mans-, que la historia de Brujas sirva como abono a una vida cultural moderna». Los participantes en la exposición «Body Stroke» muestran unos cuerpos muy diferentes a los de Memling o Miguel Ángel, alguno enfermizamente desproporcionado, obeso, como el que ha salido de las manos de John Isaacs. El comisario de la muestra, Michel Dewilde, pretende cuestionar la supuesta libertad de movimientos del mundo occidental, y, como un negativo de esa idea, vemos hombres físicamente heridos por el estrés y la angustia, maltratados por un estilo de vida en el filo, tan alejado del que propone Brujas, del que sugieren rincones como la terraza del restaurante «Patrick Devos».

Christine Devos nos enseña despacio las salas de su restaurante, incluida la terraza, en la que se exponen esculturas realizadas a propósito para el festival. Es un refugio acogedor, decorado con maderas nobles, en el que los platos desfilan muy despacio, al mismo ritmo que la conversación. Los Devos, como otros cinco chefs locales, se han sumado con sus preparaciones gastronómicas y un menú especial a esta reflexión en torno al cuerpo. «Cuando estás sentado a la mesa funcionan todos los sentidos», afirma.

Brujas, al cabo, se dice encantada con este descubrimiento / puerto al que llegaron en 2002: la cultura y el turismo como motor de revitalización -«una fiesta», dice la coordinadora de Corpus-, como una forma de cargar las baterías de una ciudad que siempre ha sido un destino lleno de encanto, al estilo de Amsterdam, pero quizá más callada, más manejable, más fácil de descubrir en un fin de semana cualquiera.

Viaje al centro de Julio Verne


El centenario de la muerte de Julio Verne (1828-1905) ha movilizado a dos de las ciudades de su vida: Nantes, donde nació, y Amiens, donde creó gran parte de sus «Viajes extraordinarios» y donde murió. Durante todo el año se organizan espectáculos callejeros, exposiciones y fiestas alrededor del talento del escritor que mejor ha descrito la fascinación por los descubrimientos.

Nadie mueve una pestaña. Ninguna de las cien mil personas que esperan la llegada del monstruo de acero puede apartar la mirada de la gran avenida, en el centro de Nantes, mientras el sol y las nubes juegan al escondite. Mucho tiempo atrás, en 1882, Julio Verne imaginó una escena parecida, un artefacto impensable que recorría el norte de la India. Aquel sueño de «La casa de vapor» ha vuelto, avivado por la compañía Royal de Luxe, en un espectáculo callejero que asombra. Ahí están hoy los niños, agarrados como pueden a los hombros de sus padres, entusiasmados. Y el «monstruo», un elefante mecánico de 11,20 metros de altura y 42 toneladas de peso, que asoma la cara, y las orejas (de cuero), y las patas (cada una pesa una tonelada).

«La visita del sultán sobre su elefante en un viaje en el tiempo» es una de las grandes apuestas del año Verne en Francia. El pasado fin de semana estuvo en Nantes; del 16 al 19 de junio irá a Amiens, y luego se negocia con otras ciudades, Bilbao, Londres, Amberes. Y es, sobre todo, una metáfora de lo que aquel hombre barbudo y malhumorado sembró, una enorme cosecha de imaginación, de tecnología aplicada al futuro, de pasión por los descubrimientos.

El viaje, como la historia del escritor, arranca en Nantes. Allí nació, en 1828, en la Cours Olivier de Clisson, 4. Estamos junto a la placa que lo anuncia, rodeados de casas con pies de granito, sólidas, ocupadas en el XVIII por empresarios adinerados, muchos con la cartera forrada en el negocio naval. Lo que vio el joven y soñador Verne (a los once años intentó fugarse hacia las Indias) era una ciudad cuarteada por los canales, una Venecia que besaba el Atlántico, regada por el Loira y por sus afluentes, Erdre, Sèvre, Cher y Loiret. Así fue hasta avanzado el siglo XX, cuando las epidemias y las dificultades de comunicación motivaron una medida radical: se cegaron los canales, y Nantes mudó la piel.

En estas calles se respira Verne. Carteles, librerías («Coiffard», en la rue de la Fosse) con el Nautilus en la fachada, un globo de chocolate en «Gautier», o ese restaurante («L'Ile Mystérieuse») en el que sirven unas crêpes junto a una edición de 1917 de «La vuelta al mundo.». Si continuamos el paseo por el agradable centro peatonal, la vida lenta, llegamos al Museo de Historia Natural, que aporta su grano de arena a las celebraciones: una exposición de Marte, con fotografías, paneles explicativos y objetos de la iconografía marciana. «Lo que era ficción es realidad», resume Luc Remy, comisario de la exposición, entre el universo rojo que aquí se retrata.

Y más allá, en una esquina al borde del Loira, otros dos proyectos vernianos. Primero, el museo dedicado al escritor, abierto en 1978 y ahora sometido a una profunda remodelación, que mostrará (a partir de septiembre) una colección de los manuscritos de la mayoría de sus obras. Agnès Marcetteau, la directora, se lamenta de no haber llegado a tiempo para el comienzo de la fiesta, la temporada primavera-verano, «pero la burocracia, la política y los presupuestos tienen estas cosas». El segundo proyecto nos lleva a los muelles de la enorme desembocadura (sesenta kilómetros hasta el mar) del gran río. Huele a madera y a frío, mientras Boris Proutzakoff nos enseña las maquetas de la reconstrucción del «Saint Michel II», uno de los barcos de Verne. «Costará 400.000 euros, y estará listo en cuatro años», explica.

El TGV tarda casi cuatro horas desde Nantes a Amiens. El tren vuela sobre la campiña verde en dirección a una pequeña ciudad de provincias -130.000 habitantes- bañada por el Somme. El agua serpentea en este rincón familiar y acogedor, en los canales que bordean el barrio de Saint Leu, con sus casas estrechas y altas del XVII y el XVIII, o en los pequeños cauces que se conservan en las calles del centro. En Amiens, al norte de París, los arquitectos catalanes diseñaron un cierto estilo de ciudad, que se mezcla con el sello inglés de otras zonas, las que recorrió Verne desde que cambió su residencia, la bohemia de París por el silencio de Amiens, tras su boda con Honorine de Viane, viuda y madre de dos hijos.

En la casa de la torre. Dicen que Julio Verne se levantaba para escribir a las cinco de la mañana, en su escritorio de la segunda planta de la rue Charles Dubois, la casa en la que se instaló en 1882 y que ahora se halla en proceso de rehabilitación (se reabrirá a final de año). Trabajaba de cinco a once, mientras por la ventana se deslizaban el sol suave de las primeras horas del día y el verde del parque del otro lado de la calle, y lo hacía de forma sistemática e infatigable: siempre iba un par de años por delante de la fecha de publicación prevista. En esta «maison à la tour», a dos pasos de la línea de tren de París, nació buena parte de su colección de viajes extraordinarios.

Verne, el hijo díscolo que arrojó su título de abogado a la papelera del olvido para dedicarse a escribir y a estudiar las nuevas tecnologías que nacían en aquel mundo finisecular, encontró al editor que cambió su vida, Hetzel, en 1862. Un año después publicó «Cinco semanas en globo», el principio de una amplísima producción. Escribía siempre con pluma, con una determinación casi febril, convencido, como Hetzel, de que había descubierto un terreno aún virgen. Sembró, y la cosecha, con la perspectiva que nos da el centenario de su muerte (1905), fue tan vertiginosa como sugieren sus títulos: «Viaje al centro de la Tierra», «De la Tierra a la Luna», «La vuelta al mundo en ochenta días», «Veinte mil leguas de viaje submarino»...

El gran coleccionista. Las plumas con las que escribió el autor estaban, por supuesto, entre los tesoros que guardaba en su casa de Turín el mayor coleccionista del mundo, Piero Gondolo della Riva, un piamontés adinerado que mordió el anzuelo Verne a los trece años. Cuatro décadas después había reunido en torno a 30.000 objetos, que ahora ha vendido a la ciudad de Amiens. Tenía todo, o casi todo, lo que se podía tener: primeras ediciones, manuscritos, muebles, carteles. Una parte de la colección, la relacionada con la fiebre de los productos de «merchandising» que inauguró el fenómeno Verne, se expone ya en la Biblioteca de Amiens.

Della Riva nos guía, sin embargo, al sótano de la biblioteca. Un ascensor que sólo funciona con llave nos abre un territorio fascinante, casi tanto como la imaginación que derrochaba Verne. Vemos miles de objetos a la espera de decidir su destino, la casa del escritor o la propia biblioteca, desde el tintero que utilizaba Hetzel a la primera edición americana de «The floating island», o incluso dos decenas de series de cromos impresos y distribuidos en Barcelona a principios del XX. Piero Gondolo della Riva explica que, con diecinueve años, compartió una cena en la casa del editor en Sèvres con los herederos de Verne y de Hetzel, rodeado de miles de objetos que hubieran hecho perder la cabeza a cualquier coleccionista. Con el correr de los años, pudo comprar muchos de ellos, que pasaron a decorar su palacete de Turín. «¿Por qué los he vendido? No tengo una respuesta rotunda, pero quizá pueda plantear dos razones: porque no quería que, tras mi muerte, se dispersaran, y porque pretendo dedicarme a otras cosas, sobre todo a un museo del futuro y la literatura que crearé en Turín».

El futuro era el presente. En Amiens se ha inaugurado ya una segunda exposición, «Les enfants du Capitaine Verne», sobre la ficción y la realidad del escritor, sonidos e imágenes que nos trasladan al espacio, al mundo submarino o al centro de la Tierra. Un cóctel entre lo que el autor soñó y lo que la ciencia nos ha aportado en las últimas décadas. En realidad, Verne situó sus textos en el mañana menos de lo que se cree (sólo lo hizo en «París en el siglo XX», novela que no le gustó demasiado a Hetzel y que se publicó mucho después de su muerte, en 1994), pero el calificativo de «visionario del futuro» siempre le acompañó, como puede apreciarse en esta muestra abierta en el centro Imaginaire.

En Verne, el futuro era el presente. O, por decirlo mejor, las posibilidades que se intuían con los adelantos técnicos que empezaban a existir en aquellos años de fiebre creativa. El escritor leía a diario una docena de periódicos y revistas científicas, se preocupaba, como concejal del Ayuntamiento, de la gestión de los espectáculos y las artes en la ciudad; inauguró el bellísimo circo permanente de Amiens; paseaba por la imponente catedral, patrimonio de la Humanidad, camino del teatro, inaugurado en 1780... Vivía, al cabo, su «ciudad ideal».