Champagne, paseo con burbujas
En Hautvillers, un pequeño pueblo de ochocientos habitantes, hay sesenta casas de champán y ciento sesenta carteles colgados de portales o esquinas dedicados al monje benedictino Dom Pérignon (1639-1715). Jacques Postel, un jubilado de verbo fácil que a menudo ejerce de guía, «para completar el mes», se cala una gorra de felpa sobre su frente despejada, y comienza el paseo bajo una leve llovizna otoñal. «Mire el campo —dice, al final de la última esquina, junto a las cepas de Moët et Chandon—. Este es el paisaje de la región: el pueblo, las viñas que cubren las laderas y, sobre las colinas, el bosque».
En Champagne-Ardenne, todo son burbujas, desde el nombre de las ciudades hasta el menú de los restaurantes. Desde el aperitivo en el bar de la plaza, a eso de las doce, hasta las conversaciones. En el caso del guía Postel, la charla vuelve hacia Pierre Pérignon, que vivió en la abadía de Hautvillers cuarenta y siete años. «Estaba lleno de virtudes. Dignificó esta comunidad», se puede leer en la lápida que le recuerda, junto al altar de la iglesia (la abadía que completaba el conjunto original fue destruida durante la Revolución Francesa). Ya no quedan conventos en este pequeño pueblo, pero el pasado del enólogo Pérignon sigue estando presente. Los más entusiastas le atribuyen el descubrimiento del «método champenoise», aunque lo más probable es que mejorara técnicas ya aplicadas. Dejó escritas sus normas de vendimia, vigentes aún hoy, y se le atribuyen incontables innovaciones —discernir entre la certeza y la leyenda es complejo en este personaje—, como la utilización por primera vez de tapones de corcho para las botellas, tras una visita al monasterio benedictino de Sant Feliu de Guixols.
Hautvillers está a tiro de viñas —apenas ocho kilómetros— de Epernay, «la capital del champán». También aquí la mayoría de sus vecinos vive de la economía de las burbujas. Por ejemplo, Bernard Ocio, uno de los cocineros más conocidos de la región, que oficia en el restaurante «La Cave à Champagne», donde utiliza el espumoso como acompañante esencial de sus creaciones. O Jean-Louis Brizard, director de la oficina de turismo de la localidad, que presume de cifras («se distribuyen 330 millones de botellas cada año, procedentes de cientos de pueblos, de miles de explotaciones») y de las tres uvas características: «Pinot noir, que da la estructura, el cuerpo; chardonnay, la frescura, la elegancia; y pinot meunier, la redondez».
En la Avenida del Champagne de Epernay se oyen todos los idiomas estos días previos a la Navidad. «Que me pongan mil botellas», bromea un turista de El Salvador en la tienda de Moët et Chandon, al final de la ruta guiada por sus instalaciones. Y algo parecido deben decir, o tal vez no, los decenas de ciudadanos japoneses que por aquí pasan a cada momento, en busca de las sedes de las míticas compañías del champán. Desenfundan las cámaras digitales, posan delante de las botellas, compran unas cuantas y regresan al autobús, entusiasmados por haber respirado tan de cerca este «aroma francés».
Enzo Olguín aguarda en la entrada de otra de las empresas tradicionales instaladas en esta «área espumosa», Champagne de Castellane, creada por el vizconde Florens De Castellane en 1895. Entre estos muros, Olguín explica la vida del vino, desde la vendimia (esta temporada, a principios de septiembre, antes de lo habitual) a la primera fermentación, en enormes cubas de acero inoxidable de hasta 150.000 litros. Ahí se mantiene durante un mes a una temperatura de entre dieciséis y dieciocho grados. Luego habrá que eliminar el gas carbónico, para obtener el vino base; añadir levadura, y dejar reposar el resultado durante cinco o seis meses. Los productos tradicionales necesitarán de dos a tres años en las botellas; los de prestigio, seis o siete; y el clásico, champán para el que nadie sabe la fórmula (simplemente ocurre), puede aguantar décadas. «El más antiguo que ahora tenemos es de 1919», afirma.
La producción de Castellane reposa en una espectacular galería de más de nueve kilómetros de extensión. Dicen que toda la ciudad de Epernay está agujereada, como si fuera el Metro de Madrid, por unos doscientos kilómetros de galerías subterráneas en las que el termómetro se mantiene en torno a los doce grados. Apenas se escucha el sonido de una gota de agua al chocar contra el suelo. En los laterales hay botellas de final del siglo XIX, por supuesto inservibles salvo para recordar el paso del tiempo. Y en los rincones oscuros, las cosechas más recientes, a la espera de su turno para salir al mercado.
De Epernay a Reims, la capital económica de la región, hay treinta kilómetros, media hora de carretera, eso siempre que no nos detengamos en alguna bodega cercana, como la clásica Ruinart, con sus treinta kilómetros de cavas clasificados como Monumento Histórico. De las viñas a la ciudad, iluminada por los puestos de uno de esos tiernos mercadillos de Navidad del centro de Europa. Del campo ocre a la exhibición de luces y farolillos, en las mismas calles que fueron arrasadas durante la Primera Guerra Mundial. En aquellos años, en el casco urbano se contaban 14.000 casas; sólo sesenta eran habitables al terminar la contienda.
Cuando callaron las bombas empezó la reconstrucción, salpicada de diferentes estilos, un toque de «art déco», otro de «art nouveau», algo del clasicismo de la relativamente próxima París. Reims se estira alrededor de su apoteósica catedral, construida en el siglo XIII, uno de los edificios góticos más importantes de Francia. Las estadísticas oficiales dicen que sobre este tesoro impactaron 247 cañonazos en los días infernales de la Primera Guerra Mundial. Ahora, tras la reconstrucción realizada por Henri Denaux, aguanta imperturbable otros disparos, los de las cámaras digitales de los incontables turistas que empiezan aquí su visita a la ciudad. Luego habrá que ver la Place Royale, la última plaza real construida en Francia, o el Ayuntamiento (1627-1825), pero el paseo junto a las vidrieras creadas por Chagall o el espectáculo de las 2.303 estatuas que adornan sus muros resultarán inolvidables.
El Café du Palais, uno de los históricos de Europa, es un buen sitio para reponer fuerzas antes de continuar. Por estas salas de decoración abigarrada han pasado incontables estrellas del bel canto. No en vano la Ópera de la ciudad está justo enfrente. La casa la dirige Jean Louis Vogt, que nos hace probar dos vinos poco conocidos en España. Primero, champán, un Beaumont des Cerayères, empresa que dedica el 90 por ciento de su producción a la exportación. Luego, un tinto de la región, rara avis elaborada en Bouzy, uno de esos pueblos de las montañas que rodean Reims.
En Sedan, la siguiente parada, espera un castillo amurallado de 35.000 metros cuadrados en el que se ha abierto un hotel. Descanso entre las piedras que ordenó levantar Evrard de la Marck en el siglo XV. Dicen que intramuros podían vivir y luchar cuatro mil soldados, y que ni siquiera Carlos I pudo doblegar su defensa. Ha pasado mucho tiempo. El castillo es hoy un reino de paz, que puede explorarse de principio a fin. Las torres de los vigías, los eficaces sistemas de defensa que se inventaron en este lugar, los siete niveles de construcción… y, al cabo, el sueño en un lateral completamente restaurado, cómodo, la felicidad del silencio.
De nuevo el coche, de regreso a París. Antes, un alto en Charleville-Mézières, una ciudad «joven» inventada por Carlos de Gonzaga (1580-1637) para reforzar el poder católico en esta franja fronteriza, a dos pasos de Bélgica. El noble Gonzaga ordenó construir una plaza bellísima, perfectamente ordenada (el resto de Charleville se hizo a partir de este cuadrilátero), con el sello reconocible de los arquitectos de la familia de los Medici. Unas casas más allá nació Rimbaud, poeta heterodoxo en esta plaza fuerte del catolicismo. Escribió «Una temporada en el infierno», título que en ningún caso nos serviría para esta crónica.
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