Yemen: algo salvaje
El Sol se quita las legañas a las seis en punto, una hora después de que los 4x4 de los turistas arrancaran motores. Por delante, catorce horas de desierto y botes, de polvo. Seguimos la ruta de las caravanas que, unos siglos antes de Cristo, cruzaban la península arábiga con su cargamento de incienso, mirra y especias. Tomaban su carga en el puerto de Adén y, muy lentamente, entre tormentas de arena y un paisaje desolado, emprendían su largo viaje. Cruzaban la ciudad de Shabwa, buscaban oasis, soportaban un infierno de calor... Vivían peligrosamente. Casi como el grupo de turistas que se dispone a bambolearse por seiscientos kilómetros de vacío, dunas, poblados de beduinos, rebaños de camellos, el desgarro de un paisaje que araña, hasta llegar a la desangelada habitación de un hotel de Seyún.
Unos cientos de españoles apuntan cada año a Yemen como escenario de sus vacaciones, a pesar de las recomendaciones del Ministerio de Asuntos Exteriores, incluso a pesar de la prudencia, atraídos por un país que sobrevive tal como era, perdido en algún punto indefinido de su historia. En busca de algo salvaje, Una cicatriz en la tierra, un valle saturado de piedras, de casas que cuelgan de lo alto de los riscos, de tonos ocres, de postales en el filo. Y de monumentos que justifican la escapada, incluso el riesgo.
En Shibam, Patrimonio de la Humanidad desde 1984, el viajero regresa a la infancia, cuando iba a la playa, llenaba un cubo de arena, y otro, y otro más, y, casi sin querer, construía una fortaleza. A Shibam le llaman el Manhattan del desierto, y la sensación es la misma de aquellos días de playa. Hace trescientos años, alguien se dedicó a coger cubos de arena, los convirtió en adobe, y colocó uno sobre otro hasta rozar el cielo: nueve pisos de altura que flotan sobre el desierto como una aparición. Son quinientas torres verticales, arrebujadas, caóticas, en las que viven diez mil personas. Los hombres de la familia de Hamat reciben a la expedición en una de esas casas; en otra sala, las mujeres esperan.
La Sharia (ley islámica) pone velo a las mujeres, que se mueven vestidas de negro por las calles de Sanáa, la capital, otro reino de edificios de adobe con una decoración recargada a base de celosías, miradores, molduras y lacerías. Un paraíso para los arquitectos. Y para los mirones. Hay tanto que ver... Los yemeníes mascan desde media mañana las hojas del qat hasta formar bolas en las mejillas. Produce excitación, evita la somnolencia y el hambre, fomenta la comunicación... Un cierto efecto euforizante que, desde los años 70, cambió la economía del país: las plantaciones de qat sustituyeron a las de café o a los cereales. Los mercados y las camionetas rebosan de estas hojas verdes.
El camino de los turistas es agotador, bajo un calor que no da tregua, en la caravana que protege la Policía, en busca del Trono de Bilqis, Reina de Saba, un templo construido en el siglo X antes de Cristo; de las casas que se levantan sobre la roca en Al-Hajjarah; de la ciudad fortaleza de Hababa, o de los edificios fantasmas de Marib. Y de pronto, en una mercería de un pueblo perdido, un arsenal de Kalashnikov en venta, como si fueran «souvenirs». Las armas están en todas partes. Los AK 47, claro, a modo de los revólveres en las películas del Oeste, y las tradicionales «jambiyas», dagas curvadas que cuelgan de la cintura de los hombres. Qat, armas, polvo, y una belleza radical.
Un día cualquiera vemos un camello dando vueltas a un molino para producir aceite de sésamo. O una boda festejada con tiros. O las secuelas de la guerra en la terrible carretera del desierto. O el pacífico amanecer en el puerto de Mukalla. O unos zocos que nada tienen que ver con los de Marruecos o Túnez. Aquí nadie te acosa. Al cabo, en el Medievo no había turistas.
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