La vuelta al mundo

viernes, junio 24, 2005

Viaje al centro de Julio Verne


El centenario de la muerte de Julio Verne (1828-1905) ha movilizado a dos de las ciudades de su vida: Nantes, donde nació, y Amiens, donde creó gran parte de sus «Viajes extraordinarios» y donde murió. Durante todo el año se organizan espectáculos callejeros, exposiciones y fiestas alrededor del talento del escritor que mejor ha descrito la fascinación por los descubrimientos.

Nadie mueve una pestaña. Ninguna de las cien mil personas que esperan la llegada del monstruo de acero puede apartar la mirada de la gran avenida, en el centro de Nantes, mientras el sol y las nubes juegan al escondite. Mucho tiempo atrás, en 1882, Julio Verne imaginó una escena parecida, un artefacto impensable que recorría el norte de la India. Aquel sueño de «La casa de vapor» ha vuelto, avivado por la compañía Royal de Luxe, en un espectáculo callejero que asombra. Ahí están hoy los niños, agarrados como pueden a los hombros de sus padres, entusiasmados. Y el «monstruo», un elefante mecánico de 11,20 metros de altura y 42 toneladas de peso, que asoma la cara, y las orejas (de cuero), y las patas (cada una pesa una tonelada).

«La visita del sultán sobre su elefante en un viaje en el tiempo» es una de las grandes apuestas del año Verne en Francia. El pasado fin de semana estuvo en Nantes; del 16 al 19 de junio irá a Amiens, y luego se negocia con otras ciudades, Bilbao, Londres, Amberes. Y es, sobre todo, una metáfora de lo que aquel hombre barbudo y malhumorado sembró, una enorme cosecha de imaginación, de tecnología aplicada al futuro, de pasión por los descubrimientos.

El viaje, como la historia del escritor, arranca en Nantes. Allí nació, en 1828, en la Cours Olivier de Clisson, 4. Estamos junto a la placa que lo anuncia, rodeados de casas con pies de granito, sólidas, ocupadas en el XVIII por empresarios adinerados, muchos con la cartera forrada en el negocio naval. Lo que vio el joven y soñador Verne (a los once años intentó fugarse hacia las Indias) era una ciudad cuarteada por los canales, una Venecia que besaba el Atlántico, regada por el Loira y por sus afluentes, Erdre, Sèvre, Cher y Loiret. Así fue hasta avanzado el siglo XX, cuando las epidemias y las dificultades de comunicación motivaron una medida radical: se cegaron los canales, y Nantes mudó la piel.

En estas calles se respira Verne. Carteles, librerías («Coiffard», en la rue de la Fosse) con el Nautilus en la fachada, un globo de chocolate en «Gautier», o ese restaurante («L'Ile Mystérieuse») en el que sirven unas crêpes junto a una edición de 1917 de «La vuelta al mundo.». Si continuamos el paseo por el agradable centro peatonal, la vida lenta, llegamos al Museo de Historia Natural, que aporta su grano de arena a las celebraciones: una exposición de Marte, con fotografías, paneles explicativos y objetos de la iconografía marciana. «Lo que era ficción es realidad», resume Luc Remy, comisario de la exposición, entre el universo rojo que aquí se retrata.

Y más allá, en una esquina al borde del Loira, otros dos proyectos vernianos. Primero, el museo dedicado al escritor, abierto en 1978 y ahora sometido a una profunda remodelación, que mostrará (a partir de septiembre) una colección de los manuscritos de la mayoría de sus obras. Agnès Marcetteau, la directora, se lamenta de no haber llegado a tiempo para el comienzo de la fiesta, la temporada primavera-verano, «pero la burocracia, la política y los presupuestos tienen estas cosas». El segundo proyecto nos lleva a los muelles de la enorme desembocadura (sesenta kilómetros hasta el mar) del gran río. Huele a madera y a frío, mientras Boris Proutzakoff nos enseña las maquetas de la reconstrucción del «Saint Michel II», uno de los barcos de Verne. «Costará 400.000 euros, y estará listo en cuatro años», explica.

El TGV tarda casi cuatro horas desde Nantes a Amiens. El tren vuela sobre la campiña verde en dirección a una pequeña ciudad de provincias -130.000 habitantes- bañada por el Somme. El agua serpentea en este rincón familiar y acogedor, en los canales que bordean el barrio de Saint Leu, con sus casas estrechas y altas del XVII y el XVIII, o en los pequeños cauces que se conservan en las calles del centro. En Amiens, al norte de París, los arquitectos catalanes diseñaron un cierto estilo de ciudad, que se mezcla con el sello inglés de otras zonas, las que recorrió Verne desde que cambió su residencia, la bohemia de París por el silencio de Amiens, tras su boda con Honorine de Viane, viuda y madre de dos hijos.

En la casa de la torre. Dicen que Julio Verne se levantaba para escribir a las cinco de la mañana, en su escritorio de la segunda planta de la rue Charles Dubois, la casa en la que se instaló en 1882 y que ahora se halla en proceso de rehabilitación (se reabrirá a final de año). Trabajaba de cinco a once, mientras por la ventana se deslizaban el sol suave de las primeras horas del día y el verde del parque del otro lado de la calle, y lo hacía de forma sistemática e infatigable: siempre iba un par de años por delante de la fecha de publicación prevista. En esta «maison à la tour», a dos pasos de la línea de tren de París, nació buena parte de su colección de viajes extraordinarios.

Verne, el hijo díscolo que arrojó su título de abogado a la papelera del olvido para dedicarse a escribir y a estudiar las nuevas tecnologías que nacían en aquel mundo finisecular, encontró al editor que cambió su vida, Hetzel, en 1862. Un año después publicó «Cinco semanas en globo», el principio de una amplísima producción. Escribía siempre con pluma, con una determinación casi febril, convencido, como Hetzel, de que había descubierto un terreno aún virgen. Sembró, y la cosecha, con la perspectiva que nos da el centenario de su muerte (1905), fue tan vertiginosa como sugieren sus títulos: «Viaje al centro de la Tierra», «De la Tierra a la Luna», «La vuelta al mundo en ochenta días», «Veinte mil leguas de viaje submarino»...

El gran coleccionista. Las plumas con las que escribió el autor estaban, por supuesto, entre los tesoros que guardaba en su casa de Turín el mayor coleccionista del mundo, Piero Gondolo della Riva, un piamontés adinerado que mordió el anzuelo Verne a los trece años. Cuatro décadas después había reunido en torno a 30.000 objetos, que ahora ha vendido a la ciudad de Amiens. Tenía todo, o casi todo, lo que se podía tener: primeras ediciones, manuscritos, muebles, carteles. Una parte de la colección, la relacionada con la fiebre de los productos de «merchandising» que inauguró el fenómeno Verne, se expone ya en la Biblioteca de Amiens.

Della Riva nos guía, sin embargo, al sótano de la biblioteca. Un ascensor que sólo funciona con llave nos abre un territorio fascinante, casi tanto como la imaginación que derrochaba Verne. Vemos miles de objetos a la espera de decidir su destino, la casa del escritor o la propia biblioteca, desde el tintero que utilizaba Hetzel a la primera edición americana de «The floating island», o incluso dos decenas de series de cromos impresos y distribuidos en Barcelona a principios del XX. Piero Gondolo della Riva explica que, con diecinueve años, compartió una cena en la casa del editor en Sèvres con los herederos de Verne y de Hetzel, rodeado de miles de objetos que hubieran hecho perder la cabeza a cualquier coleccionista. Con el correr de los años, pudo comprar muchos de ellos, que pasaron a decorar su palacete de Turín. «¿Por qué los he vendido? No tengo una respuesta rotunda, pero quizá pueda plantear dos razones: porque no quería que, tras mi muerte, se dispersaran, y porque pretendo dedicarme a otras cosas, sobre todo a un museo del futuro y la literatura que crearé en Turín».

El futuro era el presente. En Amiens se ha inaugurado ya una segunda exposición, «Les enfants du Capitaine Verne», sobre la ficción y la realidad del escritor, sonidos e imágenes que nos trasladan al espacio, al mundo submarino o al centro de la Tierra. Un cóctel entre lo que el autor soñó y lo que la ciencia nos ha aportado en las últimas décadas. En realidad, Verne situó sus textos en el mañana menos de lo que se cree (sólo lo hizo en «París en el siglo XX», novela que no le gustó demasiado a Hetzel y que se publicó mucho después de su muerte, en 1994), pero el calificativo de «visionario del futuro» siempre le acompañó, como puede apreciarse en esta muestra abierta en el centro Imaginaire.

En Verne, el futuro era el presente. O, por decirlo mejor, las posibilidades que se intuían con los adelantos técnicos que empezaban a existir en aquellos años de fiebre creativa. El escritor leía a diario una docena de periódicos y revistas científicas, se preocupaba, como concejal del Ayuntamiento, de la gestión de los espectáculos y las artes en la ciudad; inauguró el bellísimo circo permanente de Amiens; paseaba por la imponente catedral, patrimonio de la Humanidad, camino del teatro, inaugurado en 1780... Vivía, al cabo, su «ciudad ideal».