Júbilo en Liébana
Cantabria celebra en 2006 su Año Santo lebaniego, como siempre que Santo Toribio cae en domingo. El Lignum Crucis, el mayor fragmento conservado de la cruz de Cristo, traído por aquel monje de Tierra Santa en el siglo V, será la meta para los cerca de dos millones de peregrinos que se esperan en esta comarca encajonada entre la cordillera Cantábrica y los Picos de Europa
Emma y Jesús llevan dos meses con el pincel en la mano, rodeados de resina y pan de oro, de una sábana blanca que les aísla de la curiosidad de los visitantes. El monasterio de Santo Toribio de Liébana vive en estado de ansiedad, entre idas y venidas. Falta poco más de un mes para que comience el Año Santo lebaniego, y a los restauradores aún les queda trabajo en la capilla principal: eliminar la pintura deteriorada, cubrir las mellas, aplicar el nuevo manto de oro, limpiar y pulir el altar en el que descansa el Lignum Crucis, el mayor fragmento conservado de la cruz en la que murió Cristo. Para el padre prior del monasterio, Luis Domingo Gaya, franciscano, casi recién llegado, será su primer año jubilar. «Hemos pedido refuerzos para atender a los peregrinos como Dios manda», afirma, mientras cruza los dedos bajo su hábito.
Liébana, Santiago de Compostela, Jerusalén y Roma son los cuatro lugares santos del Cristianismo, privilegio otorgado por Julio II en 1512. Cuando Santo Toribio coincide con un domingo (esta vez, el 16 de abril), se celebra Año Santo, y cientos de miles de personas se preparan para emprender el viaje. En el Gobierno de Cantabria esperan que la cifra final se aproxime a los dos millones, una manifestación para una comarca en la que se cuentan poco más de seis mil habitantes.
La cruz es el centro del mundo este año en Cantabria. Su historia viaja de boca en boca. Toribio, obispo de Astorga (León), viajó a Tierra Santa en el siglo V, y de allí se trajo, entre otros objetos, un trozo del brazo izquierdo de la cruz en la que agonizó Cristo. Así, al menos, lo cree la Iglesia. Unas cuantas hojas del calendario más tarde, el cuerpo de Santo Toribio y las reliquias que le habían acompañado desde Jerusalén fueron trasladados a Liébana, quizá para escapar de la invasión árabe, quizá fruto de las migraciones de la meseta a las montañas motivadas por las expediciones de Alfonso I, rey de Asturias. Desde el siglo XI hay constancia de que la cruz estaba en Santo Toribio. En el siglo XVII, aquella madera de ciprés oriental se serró en cuatro trozos, y se alojó en una cruz de plata sobredorada, con incrustaciones de amatista. Hasta hoy.
Casa de franciscanos. El padre Gaya abraza el tesoro, sorprendentemente desprotegido. «En Europa estaría tras un cristal de dos dedos de grosor», murmura un turista empeñado en fotografiar al mismo tiempo la cruz, el templo y el paisaje de rocas y nieve que nos rodea, al pie del monte Viorna. Nadie pudo elegir mejor el lugar para el edificio. Otro Toribio, obispo de Palencia, inspiró su construcción en el siglo VI, aunque entonces se llamó San Martín de Turieno. Beato de Liébana, célebre por su texto «Comentarios del Apocalipsis», fue el abad en el último tercio del siglo VIII, antes de que el magnetismo del Lignum Crucis impulsara a rebautizar el monasterio, ahora guardado por cinco franciscanos (por los benedictinos en otras épocas). «Los franciscanos son los custodios de Tierra Santa, y éste es, al cabo, un trozo de Jerusalén», explica el padre prior.
Los monjes de Santo Toribio ofician misa en otras iglesias de los pequeños pueblos de la comarca. En Piasca, por ejemplo, resisten media docena de vecinos, entre ellos Cándido, organizador del carnaval de los zamarrones. La iglesia de Santa María la Real, que forma parte de esta ruta de turismo religioso-cultural, fue levantada entre los siglos X y XII, y desde que cedió el suelo bajo sus pies en el siglo XV, aparece curiosamente inclinada hacia la izquierda.
Cerca (en el valle, desde Fuente Dé hasta el desfiladero que enlaza con Santander, todo está cerca) encontramos la iglesia de Santa María de Lebeña, otra joya del X, de estilo mozárabe, con los primeros pilares compuestos que se hicieron en España. Y, en el exterior, una historia de amor y naturaleza que encandila al visitante. El conde de Lebeña mandó traer un árbol del sur como regalo para su esposa, un olivo para acompañar al tejo que allí trepaba hacia el cielo. Más de mil años después, el olivo y el tejo aún se miran a los ojos, aunque dicen que el segundo goza de mala salud, que su enfermedad es incurable.
Al abrigo de las cumbres. Desde Lebeña, la vista del valle llena la tarjeta de memoria de la cámara digital. A un lado, la cordillera Cantábrica; al otro, los Picos de Europa, arropados por una manta blanca. Estamos en una caldera bien protegida, de muy difícil acceso: el puerto de San Glorio, hacia León; el collado de Piedras Luengas, hacia Palencia, y el desfiladero de la Hermida, hacia Asturias y el resto de Cantabria. La ruta en coche desde Santander es en sí misma una pantalla de cine inolvidable, encajonados durante más de veinte kilómetros entre las rocas y el cauce del Deva, siempre presente desde su nacimiento en Fuente Dé. Por cierto, estos días están cambiando las cabinas del teléferico, para lucirlas en la avalancha de usarios que se esperan durante este Año Santo.
El entorno arisco de la comarca, un fuerte rocoso de 556,3 kilómetros cuadrados, ha influido decisivamente en su historia, y en la de España. Éste fue el último foco de resistencia de los cántabros contra los romanos, el refugio de infinidad de religiosos castellanos, la punta de lanza de la Reconquista contra los árabes. Los historiadores creen que la gran batalla contra las tropas árabes, después de las primeras escaramuzas en Covadonga, se desarrolló aquí, en Peña Subiedes, junto al Deva. Hoy aún se aprecian las huellas de las rocas desgarradas y después arrojadas cumbre abajo contra el enemigo.
Muy cerca nos espera Mogrovejo, uno de los pueblos mejor conservados de la comarca de Liébana, aunque cabe decir que aquí no se han cometido excesivos atropellos urbanísticos. En Mogrovejo nació Ángel de la Lama, uno de los «ojos» del gobierno cántabro en esta zona tan sensible, gran parte de ella bajo el amparo del Parque Nacional de los Picos de Europa. «Llevo toda la vida en este pequeño espacio, y aún no me he cansado -afirma-. Mire allí: hayas, robles, chopos, cerezos silvestres. Y, si prefiere la fauna, ésta siempre ha sido una zona de urogallos, todavía hay un par de parejas de osos, jabalíes, venados, corzos, buitres. Un paseo por ahí arriba alimenta más que el cocido lebaniego».
A nueve kilómetros de Peña Subiedes está Potes, el pueblo de referencia en la comarca. Las botas de los caminantes resuenan sobre el empedrado de las calles, en el silencio de estos días de paz. En verano, los 1.600 vecinos que aquí residen se multiplican por cuatro o por cinco, y las calles se tornan irreconocibles. «Estamos llegando a acuerdos con los dueños de los prados para ampliar las zonas de aparcamiento», nos dice Alfonso Gutiérrez, el alcalde. Esta noche, en cambio, el runrún del río y el aire fresco que llega de la mole imponente de los Picos de Europa componen la única banda sonora que nos acuna.
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