Hergé, cien años Ríos de tinta en Bruselas
Anspachlaan es una calle dibujada a carboncillo, coloreada en los días de sol y en escala de grises las mañanas frías. En cincuenta metros hay tres librerías dedicadas exclusivamente al cómic. En sus escaparates disparan héroes enmascarados, brujulea un periodista con tupé, se derrama la sangre en un callejón urbano, y huele a comida en la aldea que resiste a los romanos. Frédéric Ronsse es el copropietario de una de esas tiendas, «Brüsel», quizá la más importante de la ciudad, muestra de la inmensa producción de viñetas de este corazón europeo. Ronsse nos guía entre los veinte mil volúmenes que se ordenan con precisión en sus estanterías, hasta que un punto seguido lo convierte en aparte. «El cómic es un lenguaje universal -afirma-, y el nombre de esta librería es una prueba. Bruselas no se escribe Brüsel en ningún idioma, de forma que, cuando cruzamos esa puerta, es como si estuviéramos en un territorio imaginario».
En «Brüsel» hay exposiciones temporales (en mayo, «Futuropolis»), una amplia oferta de muñecos en los que dejarse el sueldo; litografías de Lucky Luke, el vaquero con las manos más rápidas que su sombra; «best sellers» del género, como la ley del dólar de «Largo Winch», y libros procedentes de medio mundo. Da pereza regresar al ruido de la calle. Aunque en seguida Ronsse nos recuerda que Bruselas entera podría considerarse una ciudad de la «bande dessinée». Para empezar, aquí nació hace exactamente un siglo (Etterbeek, 22 de mayo de 1907) Georges Remi, el creador de Tintín, el personaje más popular de la Europa dibujada. Tanto tiempo después, la herencia de Hergé (el seudónimo procede de la pronunciación en francés de la «r» de Remi y la «g» de Georges) se ha multiplicado infinitas veces, con cientos de nuevos creadores, personajes, tiras, ríos de tinta.
Dicen que en Bélgica hay setecientos artistas del cómic, que el 60 por ciento de los libros que se venden en el país tienen bocadillos en su interior, que cada año se editan unos 6.000 títulos del género, algo más de la mitad en francés y el resto en flamenco, y que el 80 por ciento se destina a la exportación. «Es una industria muy importante, con un peso en nuestra economía», afirma Christos Kritikos, un griego que ejerce de guía en el «Centro belga del arte de la tira cómica», uno de los museos más visitados de la ciudad. Los héroes de papel zascandilean por las vitrinas de sus salas, la primera vez que Peyo dibujó la silueta azul de un pitufo, la única escena en la que Lucky Luke disparó a matar, antes de que sus historias fueran para todos los públicos, el «dos caballos» ilustrado que le regalaron sus colegas a Jean Roba («Boule et Bill»).
Art nouveau y el noveno arte
El museo se instaló en 1989 en uno de esos bellísimos edificios del «art nouveau» creados por Víctor Horta (1861-1947), el arquitecto total. La reacción contra los neoclásicos y los neogóticos dio lugar a un diseño modernista, con abundante hierro y vidro, reflejo de una era fabril y febril. Este lugar que también tiene un siglo de vida fue una empresa textil, un espacio abandonado, un proyecto de aparcamiento de varias plantas, y, al cabo, un refugio para Tintín y sus amigos, aparentemente satisfechos de pasar sus días entre estas paredes. «En nuestro fondo hay más de siete mil páginas originales -afirman sus gestores-, que exponemos en tandas de doscientas, ordenadas por temas o autores, en muestras que cambiamos cada dos o tres meses».
Después de ese aperitivo en la primera planta llega el recorrido por los autores y su trabajo. Peyo, nacido en Bruselas, el creador de los pitufos (schtroumpf, en versión original); Roba, uno de los dibujantes de la edad de oro de la revista «Spirou»; Morris y su «Lucky Luke»; Franquin, de cuya imaginación nacieron «Spirou» o «Tomás el Gafe»; Sleen, autor de «Néron», o Willy Vandersteen, un representante de la colaboración entre los universos a menudo separados de flamencos y valones. Vandersteen («Bob y Bobette») y Hergé trabajaron juntos, y de alguna manera representan el talento de ambas comunidades. Tintín -en flamenco, «Kuifje»-, el periodista trotamundos, tiene por supuesto un rincón permanente en este hogar del cómic, quizá menos aparatoso de lo que podríamos pensar. Vemos la línea clara del dibujo, el terremoto de emociones que puede expresar el rostro del capitán Haddock, o las eternas discusiones por cualquier cosa de Dupond y Dupont (Hernández y Fernández, Thomson y Thompson, Jansen y Janssen.). El primer álbum apareció en 1930. El último, en 1976. La familia dejó al personaje ahí, sin aceptar nuevas aventuras, en un intento por respetar al máximo la herencia del genio.
Cómics en el menú del día
El año del centenario de Hergé no ha tenido una celebración apoteósica en Bruselas, quizá por la cotidianidad con que sus habitantes se meten a diario dentro de una viñeta. La gran exposición se realizó a principios del año en París. Y la muestra «Tintín, Haddock y los barcos» se anuncia para el 9 de junio en Ostende, en la costa. «Aquí no hace falta un acontecimiento para descubrir esta cultura», dice un aficionado. Sí, el corazón del cómic late a todas horas en la capital. En los más de treinta murales que adornan otras tantas fachadas, en el «bar dessiné» del hotel Radisson, adornado con trazos originales de autores de prestigio, o en las estaciones de Metro de Stockel o la Gare du Midi. En la entrada de esta última se inauguró a principios de año una inmensa reproducción de un Tintín con cara de velocidad, en la cabina de una locomotora.
Bruselas descubrió las posibilidades del cómic para adornar las paredes de sus calles hacia 1990. Poco a poco, las fachadas de las esquinas tristes y los rincones que podrían haber sido basureros empezaron a iluminarse con personajes y escenas de tebeos. Hoy hay unos treinta y dos «cuadros» en la zona centro, aunque la cifra va en aumento. Cubitus y Manneken-Pis hacen travesuras pelín escatológicas. Blake y Mortimer juegan a los espías en la marca amarilla. «El futuro no es lo que fue», se lee en un grafito junto al Ángel de Yslaire. Dos inmigrantes dan patadas a un balón frente a un poblado galo. Tintín, Haddock y Milou escapan de la vigilancia de los agentes de seguridad. Y a los pies de alguna de esa viñetas pintadas en la pared, abren las terrazas de los bares próximos en cuanto aparece un rayo de sol, una cerveza para recibir el buen tiempo. Cultura popular en estado puro.
Los colegiales de ciudades de los países próximos se acercan de buena mañana para hacer el «tour de la bande dessinée», unas tres horas de caminata por el centro, primero a dos pasos de la Grand Place, en el barrio de l'Ilot Sacré, y luego en las viviendas sociales un poco más alejadas, habitadas hoy mayoritariamente por inmigrantes. A algunos de esos estudiantes les entregan en sus colegios como material de trabajo viñetas con los bocadillos vacíos para que elaboren su propia historia, una forma de ejercitar la imaginación, de conseguir nuevos lectores y de familiarizarse con este arte, tres en uno.
Cerca del bullicio en sesión continua de la Grand Place encontramos el reino del silencio de Alain Walsh, un librero especializado en el genéro fantástico. En su establecimiento, bautizado como «Malpertuis», treinta años abierto, apenas caben tres o cuatro personas con cierta comodidad, pero pocos como él cuidan tanto la atención, el consejo, el seguimiento de las novedades de la ciencia ficción. Dice que sus firmas preferidas son Hugo Pratt, autor de «Corto Maltese»; Enki Bilal, un yugoslavo que trabaja en Francia, o los belgas Dany, con un toque erótico en su obra, y Jacobs, creador de «Blake y Mortimer». En Bruselas hay al menos una docena de librerías especializadas en cómics, algunas inmensas, como «Brüsel», otras que surgen como un pequeño descubrimiento, tal que la de Walsh. Un recorrido por sus estanterías es otra forma de conocer la ciudad.
Bruselas, la capital invadida por los funcionarios, el centro vacío tras el cierre de las oficinas, ha hallado en las viñetas una forma de expresar su alegría, su sentido del humor, su imaginación burbujeante, o incluso, a veces, su soledad. «La violencia, menos; eso lo encontrará más en el manga japonés», dice un aficionado que toma notas en el museo del cómic. Hergé fue un navegante pionero en el río de tinta que durante un siglo ha llenado revistas, periódicos y libros, y el caudal ahí sigue, vivo y con nervio.