Innsbruck, el invierno en el corazón de los Alpes
Desde el banco de salida del trampolín olímpico de saltos de Innsbruck se ve el cementerio. Antes de empezar su vuelo de más de ciento treinta metros sobre el vacío, estos deportistas —pronúnciese aventureros— seguramente prefieren mirar a otro sitio. Por ejemplo, al casco urbano, más allá de las lápidas, o a los dientes de sierra de los Alpes, a la nieve, al reino de las montañas. La ciudad es relativamente pequeña, unos 130.000 habitantes, y se extiende más de lo que podíamos suponer a la vera del revuelto río Inn. Sólo unos edificios altos y pintados de colorines, construidos para los Juegos Olímpicos de 1964, desentonan en la manejable y apacible capital del Tirol (Austria).
Las cumbres, habitualmente barnizadas de blanco —aunque este invierno la nieve se ha hecho de rogar—, protegen Innsbruck como si fueran una legión de fortachones gigantes, de riscos invencibles a dos pasos de la frontera italiana y alemana. Al sur, junto a ese trampolín que tantas veces hemos visto en televisión, las moles son de granito, y las laderas bastante asequibles para los esquiadores. Al norte, en cambio, las pendientes convierten las pistas en las más difíciles de la región. Lanzarse desde los más de dos mil metros de Seegrube / Nordpark sierra abajo, hasta las primeras casas, requiere alguna experiencia y ningún vértigo.
Memoria histórica
Ya con las tablas quitadas, en Innsbruck se puede utilizar el tranvía o los taxis, si aprieta el frío, pero el centro histórico pide a gritos un recorrido a pie que puede comenzar en el arco del triunfo, en la calle de María Teresa, construido en 1765 para celebrar la boda de Leopold II, uno de los dieciséis hijos de la emperatriz, con la infanta española María Ludovica. El esposo de María Teresa falleció durante los festejos, lo que da a este monumento, a la capilla del palacio imperial y al convento para religiosas de ascendencia aristocrática que se levantaron en memoria de aquellos días, un barniz de melodrama, de fiesta interrumpida. Es sólo un segundo, porque en seguida regresa el presente, el alboroto de un grupo de turistas que se fotografía con el telón de fondo de las montañas, las tiendas de sombreros tiroleses.
Dicen que en estas calles cuarteadas por los raíles de los tranvías cayeron 75.000 bombas en la II Guerra Mundial. Al menos una de ellas se quedó sin estallar junto al altar de la basílica de Wilten, una joya construida entre 1751 y 1756, y recuperada bajo la inspiración del arquitecto-párroco Franz de Paula Penz en el XVIII. El azar de aquella bomba inane se recuerda como un milagro. Y es que en una de las regiones más católicas del mundo, la fe casa bien con casi todo. Vemos imágenes religiosas en las paredes de los restaurantes, en la recepción del hotel Europa Tirol, en las fachadas de incontables casas de los pueblos de los alrededores, en Igls, Mutters o Natters, y, desde luego, en la catedral, dedicada a Santiago de Compostela, ejemplo de barroco y de las eternas relaciones de los Habsburgo, los Borbones, Austria y España.
Innsbruck fue residencia imperial, circunstancia que ha dejado en muchos edificios y calles una pátina de grandeza. Este rincón era el capricho de Maximiliano, uno de los primeros senderistas de los Alpes, aficionado insobornable a la caza y a la montaña, que eligió el Tirol para pasar largas temporadas. También lo eligió para morir, aunque ese último trance le atrapó finalmente en Viena. En su querida Innsbruck había diseñado una aparatosa tumba, una obra maestra del género. Hoy la vemos —vacía, ya que los restos del emperador permanecieron en la capital— en la iglesia de la Corte, rodeada de veintiocho grandes estatuas de bronce dedicadas a la realeza. Son fieles y minuciosos retratos creados por los mejores artistas de la época, entre ellos Durero.
Cerca de la Hofkirche y de la tumba que Maximiliano no llegó a ver terminada se halla el tejadito de oro, quizá el monumento más conocido de Innsbruck. Se trata de un mirador cubierto por 2.657 tejas de cobre dorado que añadió Maximiliano I a la antigua residencia de Federico IV. Entre las dos luces del atardecer y el blanco azulado de los riscos, el tejadito desde el que el emperador contemplaba el trajín cotidiano de la ciudad es un imán para las cámaras de los turistas. Disparan como si se fuera a acabar el mundo. Alrededor, las callejuelas, edificios hermosos como esa cercana fachada de estilo Regencia; la torre vieja, un punto de observación al que merece la pena subir a pesar del esfuerzo, 148 escalones y noventa y tres metros de altura, y el palacio Hofburg, reformado en estilo rococó durante la época de María Teresa. Su interior se antoja desangelado, con pocos muebles, y sólo la sala central, llena de retratos de la interminable familia de la emperatriz, confirma el esplendor que se supone al edificio.
En cuanto dejamos atrás la zona más abigarrada del centro, la vista se va casi sin pretenderlo a las montañas. A muy pocos kilómetros de estas calles están las estaciones de esquí, los glaciares —en los que la nieve está asegurada incluso un invierno en el que parece primavera—, y los pequeños pueblos que siembran las laderas de casitas tradicionales, o de residencias de quienes se han cansado del «agobio» urbano de Innsbruck. En Igls, esta mañana, las «balas humanas» del «bobsleigh» vuelan sobre el hielo. Apenas se les puede seguir con la mirada. Esta pequeña localidad vivió una enorme transformación durante los Juegos Olímpicos de 1976, y merece una parada, aunque sea para ver la iglesia, quizá del siglo XIII, y las fachadas de las casas, decoradas con pinturas religiosas, como siempre en el Tirol.
Los dos Juegos Olímpicos celebrados en Innsbruck han aportado a la ciudad y a su entorno una popularidad inmensa. Basta una prueba para comprobar el efecto: las pistas de esquí suelen estar llenas de estadounidenses, para quienes, entre otras cosas, resulta sorprendentemente más barato esquiar aquí que en Colorado. También hay australianos (Innsbruck tiene una oficina de turismo propia en las antípodas), y, desde luego, alemanes o italianos: el Tirol les queda a tiro de excursión de fin de semana. En cuanto a los españoles (60.000 pernoctaciones en 2006), por ahora preferimos estas montañas en primavera-verano, cuando el verde se come al blanco.
En la carretera que nos lleva a Kühtai, un pueblecito situado a más de dos mil metros, sobran las curvas en las que detenerse para atrapar tantas postales alpinas como queramos. Y una vez arriba, aparece al fin el invierno tal como lo imaginamos en los Alpes. El hielo. La nieve. Las siluetas abrigadas que descienden en zigzag. Los remontes en danza. Incluso un viento afilado que corta los labios, que nos obliga a cerrar la cremallera del anorak a la altura de los ojos. Desde aquí arriba, el mundo es blanco y radiante. Por eso, los Habsburgo eligieron Kühtai para instalar su pabellón de caza. Sentados a la mesa junto a un descendiente de Sissi y Francisco José, alguien pregunta: «¿Y si nieva tanto como para quedarse aislados?». El conde de Stolberg-Stolberg sonríe: «Bueno, aquí eso no sería demasiado grave, ¿no cree?».
Lo que hay que saber
El viaje. Lo más cómodo es volar hasta Múnich. Lufthansa enlaza esta ciudad con Madrid y Barcelona a partir de 104 euros i/v, todo incluido. 902 220 101. Four Seasons Travel cubre el trayecto hasta Innsbruck en unas dos horas con minibuses para seis personas que funcionan como un taxi compartido. El precio, i/v, ronda los 100 euros por persona.
El hotel. Desde la página www.innsbruck.info se pueden localizar incontables posibilidades de alojamiento en Innsbruck y los pueblos de los alrededores. Dos opciones céntricas pueden ser el Europa Tirol, cómodo y con un restaurante excelente, y el Goldener Adler, el más antiguo de la ciudad. En la entrada presumen de una lista de celebridades que han dormido en sus habitaciones, desde Mozart a Goethe o el Emperador Maximiliano. Está situado en pleno casco histórico.
Comer. «Licht Blick». Restaurante panorámico, con excelentes vistas sobre Innsbruck y las montañas, en la séptima planta del edificio Rathaus. «Solo Vino», ambiente y comida italiana. Compras. La ropa tirolesa es mucho más que folclore. Se ve por la calle, se usa en muchos casos a diario. Ledenbaur es una tienda especializada en abrigos y trajes regionales y típicos. Brixnerstrasse, 4.
El mundo del cristal. La fábrica de Swarovski está a apenas 10 Km de Innsbruck. Allí se ha creado un parque temático del cristal frecuentadísimo por rusos y japoneses, entre otros.
Para saber más. Turismo de Austria: 902 999 432.