Sinfonía de Mozart en Viena
“La vida con música es mejor que la vida sin música”, dijo ayer Peter Marboe, director artístico de “Mozart 2006”, una aparatosa celebración que combinará a lo largo de todo el año cultura y turismo, sensibilidad y negocio. Hasta ahora, sólo Salzburgo había aprovechado el filón del niño prodigio, pero en 2003 Marboe recibió el encargo de cambiar las cosas. Ayer, en la carpa instalada junto a la catedral dedicada al mártir San Esteban, se mostraba eufórico con el resultado obtenido. “Hemos invertido treinta millones de euros en este año –afirma-, y como botón de muestra de ese esfuerzo basta ver el programa de estos tres días: un centenar de actos y treinta mil entradas vendidas”.
“La vida sin música es un error”, había dicho mucho antes Friedrich Nietzsche. Y si tomáramos esa máxima al pie de la letra, cabría decir que Viena reposa en una nube de aciertos. En el Ring, el centro monumental de esta ciudad-museo, o viceversa, la música tiene el valor de los alimentos de primera necesidad. La oímos en las tiendas, destino de peregrinación de muchos melómanos españoles. La tocamos en la Casa de la Música, divertidísimo museo interactivo en el que los colegiales se ponen en la piel de Amadeus al frente de una virtual orquesta filarmónica. Y la adoramos en el colosal Teatro de la Ópera, escenario en el que hay representaciones todos los días, excepto en verano.
Muchos de estos templos de la música dedicarán su temporada a aquel niño prodigio capaz de componer obras maestras a más velocidad de la que muchos escriben la lista de la compra. El programa que Peter Marboe nos pone entre las manos lo dice casi todo: 434 páginas rebosantes de actividades que caerán como corcheas sobre el pentagrama de los próximos doce meses. No hay duda, en las calles de Viena bulle de nuevo el ingenio y el exhibicionismo de Mozart. En realidad, a veces se podría pensar que la solemnidad imperial de esta ciudad es difícilmente conciliable con la agilidad incontenible del compositor, pero quizá ese duelo de caracteres ayudó a que sus años aquí, a partir de 1781 hasta el «Réquiem», su último fogonazo, fueran los más creativos de su carrera, liberado de su padre y del ambiente cerrado de Salzburgo.
La estrella de estos tres días es la inauguración de la única casa que se conserva de las trece en las que vivió en Viena. En realidad, su residencia de la calle Domgasse, 5, en pleno centro histórico, a dos minutos de la catedral, ya había estado abierta al público, pero durante los últimos catorce meses se han invertido ocho millones de euros en rehabilitar el edificio por completo, hasta convertir cuatro plantas en un museo que nos deja repasar su febril manera de vivir y trabajar. Ayer, a media tarde, en la cola de entrada, se escuchaba hablar en japonés, portugués, francés, español..., lo que da idea del interés provocado por la inauguración. Turistas, políticos e informadores se frotaban las manos ansiosos por pasar, entre otras cosas por los siete grados bajo cero que cortaban la piel.
En la casa se sugiere más que se muestra. Quedan pocos objetos personales de los años en los que la familia vivió aquí (1784-1787), aunque sí incontables trazos biográficos que en estas paredes se ilustran con grabados, retratos, partituras e instalaciones multimedia. “¿Qué muebles había en esta sala?”, se pregunta la guía electrónica que nos susurra al oído. “Hemos preferido colocar interrogaciones en lo que no sabemos, para dejar volar la imaginación de los visitantes”. Sí se conoce que en una de estas salas compuso “Las bodas de Fígaro”. También se documenta su sabida pertenencia a la masonería, o su gusto por la ropa cara, aquel frac rojo, las piedras doradas, el nácar y las hebillas que tanto deseó. E incluso se aportan detalles minuciosos de su afición a los juegos de azar, prohibidos entonces. En sus buenos tiempos, Mozart ganaba miles de florines, aunque hasta 1787 no tuvo un sueldo fijo como músico de cámara. Sin embargo, las deudas le apremiaban a diario. “Le pido que me ayude hasta la próxima semana con cien florines”, le suplicaba a un amigo.
Wolfgang Amadeus Mozart nació en Salzburgo (27 de enero de 1756) y murió en Viena (5 de diciembre de 1791). De un extremo a otro del paréntesis sólo caben treinta y cinco años, pero, en un talento musical como el suyo, ese suspiro se tradujo en más de seiscientas obras, entre ellas «Las bodas de Fígaro», «Don Giovanni», «Cosi fan tutte» o «La flauta mágica». Además, sinfonías, conciertos, divertimentos…, música feliz que ya en su época transmitía la sensación de belleza sin colorantes, «las notas justas». La música desnuda que era capaz de crear aquella mente maravillosa envolvió las Cortes de Europa desde muy pequeño (a los seis años tocó el piano delante de la emperatriz María Teresa, en el Palacio de Schönbrunn), primero de la mano de su padre, luego como profesional libre en busca de gloria y dinero, de un empleo en alguna Corte. Unas giras y una popularidad un poco al estilo de las «estrellas pop» de hoy. Ayer, veíamos algo de la parafernalia que suele acompañar los conciertos más multitudinarios: “merchandising”, “souvenirs” a los que se ha cosido su reconocible silueta, miles de visitantes atrapados en la batuta de su personalidad. “Su nombre es una marca, pero más allá de la realidad económica, siempre queda su obra”, concluye Peter Marboe.
Viena era en aquellos años, con José II en el trono, la ciudad de la música. En sus casas o en sus teatros vivieron y tocaron Beethoven, Haydn o Shubert, que, como Mozart, buscaban en la capital encargos, la protección de la Corte y quizá también la inspiración, rodeados de tantas muestras de arte. Esa suma de genios -repartidos por las casas que habitaron y por los museos que les recuerdan- y de monumentos -que en el Ring, o ciudad interior, amurallada hasta el siglo XIX, no dejan una esquina libre- tienta cada año a millones de turistas envenenados por la fiesta clásica.