La vuelta al mundo

martes, marzo 27, 2007

Urueña, la villa ilustrada

La semana pasada llegó el ADSL. Noticia de portada. En Urueña no hay periódico, ni siquiera kiosco, pero la gran novedad se anuncia en el mesón de la plaza; y lo repiten Michel, el músico, y Jesús, el librero de toda la vida, y Joaquín Díaz en su despacho, bajo una luz tenue y cálida que se pierde entre las canas de su barba abundante. Una imagen que parece decir: «Silencio, se habla». Se medita. Se devana el ovillo de la historia. Joaquín llegó con las maletas a esta colina amurallada del corazón de Castilla el último día de 1988. «Me instalé en otra casa, mientras se hacían las obras aquí. No tenía calefacción, y el viento soplaba de una forma terrible. Por la mañana, en la calle, alguien me dijo: “Ay, si eso no es nada. Cuando sopla de verdad se lleva las tejas”».
Joaquín Díaz, folklorista, había conocido Urueña a principios de los 70, durante una grabación para la televisión. «Era una ruina noble, que se había salvado de los atropellos urbanísticos de los sesenta porque aquí no había dinero». Le encantó. Pero él andaba entonces tras esos sueños que siempre han guiado su vida: encontrar un público que amara lo tradicional, en su época en los escenarios (1967-1976); recorrer las aldeas y entrevistar a los lugareños en busca de sus músicas y costumbres; y, al cabo, demostrar que los pueblos tienen posibilidades de vivir si se invierte «un poco» en ellos. Por eso volvió a Urueña, para montar su Centro Etnográfico, inaugurado en 1991, en La Mayorazga, una casona del XVIII. Allí vive hoy, junto a 16.000 libros, 6.000 pliegos de cordel, miles de horas de grabaciones, unas mil aleluyas (historias contadas con viñetas), cientos de cancioneros desde 1850 a nuestros días…
«Al principio, bajaba a barrer la calle a las seis de la mañana, para que no me viera nadie. Y los amigos me llamaban y me decían que estaba loco, pero yo era consecuente con una forma de ser, una actitud que quizá haya podido resultar contagiosa», afirma. Seguro que sí. «La primera Villa del Libro española está en Urueña en parte por él, porque había otras alternativas», admite Pedro Mencía, director del centro cultural, museo y área de investigación E-Lea. Y muchos de los forasteros que han comprado casa lo han hecho atraídos por su imán. Michel Lacomba (bajista con Eliseo Parra, Aute, Suburbano, Luis Pastor) y Rosa Munguía vinieron hace cinco años para montar su estudio de grabación (Barlovento). Lo enseñan orgullosos. «Es maravilloso. El silencio te deja apreciar los sonidos de verdad, el viento, el aleteo de los pájaros al atardecer», saborean las palabras.
A Urueña le va como anillo al dedo el sonido de un chelo junto a las murallas, la conversación, la puesta de sol sobre la inmensidad de Tierra de Campos, un poema de Antonio Colinas: «¿Conocéis el lugar donde van a morir / las arias de Händel? / Está aquí, en el centro del centro de Castilla». Algo de todo eso, y (siempre) Joaquín, atrajo también a Jesús Martínez, el primer librero de Urueña. «Este era el pueblo más pequeño de España con librería, la mía, Alcaraván», comenta divertido. A principio de los noventa, Jesús, empleado de la Tienda Verde en Madrid, viajaba de cuando en cuando a Valladolid para comprar la revista «Folklore», dirigida por Joaquín Díaz. Un día preguntó dónde vivía, y le dijeron que en Urueña. Así descubrió el pueblo, así maquinó el plan de huida de Madrid. «Fue en 1993. Al principio había fines de semana en los que no venía nadie».
Jesús Martínez no sabe cómo le va a afectar la repentina invasión de libreros, diez aventureros instalados a partir de ahora intramuros, dentro del proyecto Villa del Libro que ha puesto en marcha la Diputación Provincial de Valladolid y que gestiona Turisvall. Pero, con tres lustros de experiencia, deja un consejo en el aire: «Aquí hay que pasar dos inviernos». Sabe de lo que habla. Del frío. De la soledad. Del viento que fustiga la colina. De las noches largas. «Claro que es una locura», admite Miguel Ángel Delgado, de treinta y tres años, propietario de la librería «Alejandría», uno de los recién llegados. «Mire, soy el único librero de antiguo en Valladolid; si no estuviera loco, no tendría ni siquiera ese espacio físico, y tampoco éste. Vendería por internet, como muchos de mis colegas». Delgado se ha especializado en libros de arte, dadaísmo, surrealismo, poesía visual, en Gómez de la Serna o Julio Cortázar, en Picabia, y en presentar esos volúmenes con un evidente detenimiento en la estética.
La Villa del Libro ha hecho mucho ruido al nacer. 3.600 visitantes el primer fin de semana. «Es un híbrido entre turismo y cultura —opina Pedro Mencía, que se subió al proyecto en marcha, hace unos meses—. Y yo creo que el comercio muy especializado de productos culturales en entornos singulares tiene muchas posibilidades de éxito». El escenario cumple con la premisa. Urueña, Conjunto Histórico-Artístico, es una fotografía bien conservada del Medievo, de cuando se levantó el castillo (Alfonso I «El Grande»), fue cabeza de merindad del infantazgo de Valladolid (Sancho II «El Fuerte»), se fortificó (Sancho III «El Deseado»). Al caer la tarde, cuando Joaquín Díaz nos acompaña por las calles, el personaje y la villa se confunden en el tiempo.
Amancio Prada, que se acaba de comprar y rehabilitar una casa, y Luis Delgado (La Musgaña, Cuarteto de Urueña, especialista en cancionero andalusí), que trajo aquí su colección de instrumentos musicales, también aluden a la amistad con Joaquín Díaz. «Viví en Lavapiés; luego, en Torrelodones, y, desde hace una década, en Urueña. Cada vez más lejos de la ciudad», decía Delgado mientras preparaba el concierto que ofreció ayer en Berlín con motivo del cincuenta aniversario del Tratado de Roma. «Hemos vivido un ritmo de crecimiento lento, en el que algunas iniciativas tenían éxito y otras fracasaban; por eso surge un cierto temor a la irrupción de demasiadas propuestas juntas, a crear un parque temático».
Fernando Gutiérrez y Rosa de Miguel también huyeron de Madrid, en el caso de Rosa tras hacer un curso de encuadernación en el centro cultural Conde Duque. «Queríamos irnos, y estábamos mirando por Soria, pero supimos de Joaquín a través del escritor Avelino Hernández», recuerdan. En septiembre de 1993 abrieron el taller de encuadernación que ahora se disponen a reformar y ampliar, en el que esta mañana reparan un lomo con el mimo de los artesanos. Con una dedicación como la de Concepción García, quien descubrió la caligrafía hace cinco años y que ahora forma parte de la Asociación Alcuíno, grupo que participa en el proyecto «Villa del Libro». «Queremos recuperar la atmósfera del scriptorium, las plumas de ave, los monjes, el pergamino. En la sociedad del e-mail y del “control z” creemos que esto tiene un valor».
Concepción, sobre la Villa del Libro, dice: «Un poco utopía, pero ¿por qué no?». Pilar Verdú, valenciana, periodista, impulsora de Efecto Violeta Ediciones, encargada tres años de las actividades culturales del Instituto Cervantes en París, supo de Urueña por internet, presentó un proyecto basado en la cultura mediterránea y lo ganó. Ahora tiene librería y una casa recién comprada, síntomas de un flechazo a primera vista. José Antonio Largo y su esposa, Esperanza, tenían Urueña más cerca. Trabajan en Valladolid. Ella al frente de la «Boutique del Cuento», él como profesor de Historia. La atmósfera que persiguen tiene que ver con los cuentos de Calleja, con desplegables y troquelados, con las ilustraciones de Roberto Innocenti. En cuanto al negocio, «con no perder…».
Los cinco libreros de la Asociación Alvacal que comparten local en Urueña tampoco esperan ganar dinero. «Creemos que una iniciativa de estas características debe reflejar todos los mundos del libro, desde el actual a los incunables o la segunda mano», dice Felipe Martínez, presidente de esta asociación de veintidós libreros de viejo. Felipe cree que hay bibliófilos, bibliópatas (gente capaz de grandes esfuerzos por conseguir algo) y curiosos, «que no vendrán necesariamente por los libros, pero que, una vez aquí, pueden comprarlos». Esa es la idea del principio. La de Joaquín Díaz se resume así: «Me gustaría reivindicar un crecimiento razonable para Urueña, pero también la soledad y el silencio como generadores de esa atmósfera imprescindible para la serenidad del razonamiento

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martes, marzo 13, 2007

Amazonas, la llamada del ecoturismo

Los policías nacionales Silva e Ipuchima desenfundan un teclado Yamaha y un micrófono, los conectan a la luz y echan una ojeada al cielo. A eso de las dos y media aterrizará, como todos los días, el vuelo de Aerorepública procedente de Bogotá. Silva e Ipuchima calientan la voz en la sala de recogida de equipajes, una estancia rudimentaria con cinco ventiladores de aspa que renuevan con esfuerzo el aire húmedo y pegajoso de esta esquina del mundo. Ha llovido hace un rato, antes de que llegara el único avión de pasajeros que hoy tomará tierra en esta pista, cargado de turistas y de mercancías para Leticia, la capital del departamento. No hay protocolo, ni «finger», ni «follow me». Se detiene el avión junto a la caseta-recepción, bajan los pasajeros, y Silva e Ipuchima, vestidos con su uniforme caqui, se arrancan con una melodía de aire brasileño. No parece que desafinen en exceso, mientras los pasajeros se hacen con su maleta y degustan una refrescante mezcla de cachaza y hielo. «Bienvenidos al Amazonas, la mayor reserva mundial de la biosfera», proclama Ipuchima antes de entonar el siguiente son.

En realidad, la Amazonia mancha de verde siete países, pero nosotros estamos en Leticia, un curioso lugar lejos de cualquier sitio, pero a dos pasos en sentido literal de Brasil y Perú. Hasta aquí sólo se puede llegar en avión (una hora y cuarenta minutos desde Bogotá) o en barco, en una travesía de varios días desde Iquitos o Manaos. Quizá por eso, cuando el vuelo de Aerorepública despega hasta el día siguiente se mezclan las sensaciones: el tipo de paz que sólo se masca en el fin del mundo y un pellizco de inquietud, de fragilidad, que desaparece al zambullirnos en el trajín de la calle, en el caótico tráfico de motos (para qué servirían los coches, si sólo hay una carretera de unos pocos kilómetros), en el olor de la yuca sobre la parrilla y el runrún de la inmediata selva.

En Leticia anochece pronto, igual que se apaga una pequeña vela en la inmensidad del horizonte, pero amanece tan deprisa que apenas da tiempo a dormir. A eso de las cinco menos cuarto, el puerto ya bulle de actividad. Los vecinos de las comunidades cercanas llegan para vender su mercancía, en especial los pescados del río, gamitana, dorado, bocachico o el sabrosísimo pirarucú, un tesoro no siempre disponible. Alrededor de los puestos, una levísima estera sobre el suelo, resuena el rugido de las motos, que también madrugan, y el primer ir y venir de los barcos. Dicen que ahora está de moda el «peque-peque», un motor de 5,5 caballos poco intrusivo cuando se trata de observar la naturaleza, las cientos de especies de árboles o aves que esperan río adelante. En una esquina del puerto atracan los cargueros que cubren el trayecto hacia Manaos. Los mochileros los cogen por 150.000 pesos (unos 50 euros), que dan derecho a hamaca y comida, y a las vistas, claro.

La lancha rápida avanza veloz sin que el gran río mueva un músculo. De una orilla a otra puede haber hasta cinco kilómetros en este trapecio desconocido incluso para los colombianos. «A la izquierda, Perú. A la derecha, Colombia. A su espalda, Brasil», le pone palabras al mapa Antonio Regifo Galdino, guía desde hace una eternidad, incluso cuando no había turistas. Ahora llegan unos 28.000 al año, una cifra razonable si se tiene en cuenta que en Leticia viven poco más de 30.000 personas, pero ridícula si se pone en relación con un entorno tan apabullante. El inmenso Amazonas, 6.775 Kms, las tres fronteras, el mismo río que recorrió Francisco de Orellana en 1542 desde los Andes hasta el Atlántico.

En el siglo XVI, en la Amazonia vivían millones de indígenas. «Hoy, en este departamento quedarán unos 20.000», dice Shirley Whiler, directora del museo antropológico de Leticia. La mayoría, ticuna, aunque también hay huitotos, yaguas, yucunas... y así hasta diecinueve grupos étnicos, repartidos en pequeñas comunidades a lo largo del río. La lancha del capitán Malaquías Castro se detiene con los turistas en los poblados tras el rastro de esa historia. Los más viejos cuentan las leyendas del abuelo sabedor (chamán) y las reuniones en la maloca para tejer el canasto de la vida, o recuerdan la tradición de que los hombres fabricaran máscaras y tambores para el «pelazón», el ritual de iniciación de las mujeres indígenas, que incluía el corte de pelo al cero, o muestran las cerbatanas y los dardos mojados en curare. Por supuesto, hoy nada es lo que fue. Los indígenas venden su artesanía a los viajeros, que les acribillan a fotos, o trabajan para alguna multinacional, como el grupo Decameron, que construye senderos, un restaurante y un hotel en la isla de los micos.


La autopista de agua se ha llenado de maleza y palos, y el cauce se antoja de repente una trampa para marineros inexpertos. El capitán Castro, que lleva en el Amazonas más de veinte años, llega sin problemas al Parque Nacional Natural Amacayacu, una de las cincuenta y una áreas protegidas en Colombia. El ecoturismo ha movido en todo el país 1,5 millones de visitantes en los últimos dos años. Hasta la Amazonia han llegado muchos menos, entre otras cosas porque el río y la selva se asociacian con frecuencia únicamente a Manaos (Brasil), y no a Colombia. En las 293.000 hectáreas del Amacayacu, cualquier aficionado a la observación de fauna y flora sentirá la emoción que provoca un tesoro recién descubierto. Encontramos veinticinco senderos interpretativos, pensados para una escapada corta o para una incursión de varios días tras el rastro del jaguar o de los caimanes, tras la silueta de las enormes ceibas, el árbol clásico de las regiones tropicales.

Empieza a llover de nuevo, aunque en este lugar donde rara vez se baja de los treinta grados eso poco importa. En Amacayacu, parque que dispone de alojamientos confortables, machacan el mensaje del turismo sostenible. Y una idea parecida mueve a los vecinos de Puerto Nariño, un pueblo a dos horas de Leticia en lancha rápida en el que no está permitida la circulación de coches o motos, salvo el camión de la basura y la ambulancia. La selva nos rodea por todas partes. Julián, nombre castellanizado de un yagua, guía un paseo en busca de árboles representativos. Aquí está la capirona, una especie que muda la piel como si fuera una serpiente. Allá, el ojé, con sus raíces inmensas. Cerca, la hamaca del duende, el cumala, el cedrillo, o el capinurí, el árbol de la fertilidad. Cientos, miles de troncos diferentes salpican un camino al que apenas consigue llegar la luz, tan tupido, tan aparentemente infranqueable.

En el muelle de Puerto Nariño atracan con regularidad los paquebotes de los pescadores, y alguno turístico. Uno de ellas, manejado por Saulo, de veinte años, suele adentrarse en los lagos del Tarapote, una balsa de agua y paz sobre la que el atardecer cae a cámara lenta. Los lugareños vienen a este refugio en busca de pescado —araguanas, pintadillos, sábalos...— que vender en el mercado de la mañana. Los turistas, en cambio, aguardan el ocaso y la silueta de los delfines rosados, el silencio, los saltos de estos bellísimos ejemplares. De regreso a Puerto Nariño, donde la luz se corta a las doce de cada noche, el estruendo de la gran ciudad se antoja sólo un vago recuerdo.
Malaquías Castro pisa el acelerador camino de Leticia, con parada en otras comunidades indígenas o en la casa flotante construida por Aviatur. Es un hotel móvil de lujo para ocho personas en el que recorrer el río. En Leticia aún se podrá estirar la excursión. Quizá practicar kayak, en alguna quebrada que se interna en la selva, o canoping, ese deporte que consiste en trepar con un sistema de poleas hasta la copa de unos árboles de inmenso porte. Quizá pasear por una ciudad vigorosa pero en la que sólo hay un semáforo. O pasar a Brasil para comer. En esta tierra fronteriza, la mañana se escapa rápido. A las tres, Silva e Ipuchima nos esperarán en el llamémosle aeropuerto. Si la lluvia violenta del trópico no lo impide, el avión despegará a las tres y media en punto.

Cuaderno de viaje
Cómo llegar. Avianca, Iberia y Air Comet vuelan desde Madrid a Bogotá. Hasta Leticia, capital del departamento del Amazonas, sólo se puede ir en avión, con Aerorepublica, por unos 225 euros. Hay un vuelo diario.
Alojamiento. La mejor opción es el hotel que la cadena Decameron abrió recientemente en Leticia. Hay otros alojamientos en la ciudad (el Anaconda sería la alternativa), pero todos ellos son más modestos. Otra posibilidad es alquilar la casa flotante para ocho personas que ha construido Aviatur y que suele echar el ancla en un recodo del Amazonas entre Leticia y Puerto Nariño. El alquiler completo cuesta 540 euros/día.
En el río. Aviatur o el hotel Decameron ponen a disposición de los turistas lanchas y guías para llegar hasta Puerto Nariño, al parque nacional Amacayacu, a la isla de los micos o al territorio de la victoria regia, esa flor espectacular tan característica de esta zona. Si prefiere buscar un guía directamente, puede contactar con Antonio Rengifo.
Qué comer.
En el Amazonas, los peces del río son las estrellas, sobre todo el codiciado pirarucú. En cuanto a la carne, la alternativa más frecuente es el pollo, acompañado, como siempre, por yuca, arroz y patacones (plátano frito cortado en rodajas). El catálogo de zumos naturales es espectacular. Los podremos encontrar de arazá, copuazú, camucamu, carambolo, chontaduro, guayaba...
Precauciones. Se exige la vacuna de la fiebre amarilla, y se recomienda repelente para los mosquitos, tratamiento contra la malaria (aunque ésta no es una zona de peligro) y protección contra el sol. En cuanto a la seguridad, en el trapecio amazónico no opera ningún grupo armado, por lo que la sensación de tranquilidad es completa. Lo mismo ocurre en Bogotá, ciudad que ha mejorado en este aspecto de forma muy llamativa. www.colombiaespasion.com / www.proexport.com.co (91 577 67 08).

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